Ante todo, nos asiste una evidencia que no podemos soslayar: la riqueza es de factura colectiva. Es, en otras palabras, un “producto social”. Por ello, debería ser tratada como un bien común, lo que pone sobre la mesa la necesidad de pensar políticamente -no como un asunto meramente privado- la cuestión del acceso a esa riqueza, de su gestión, de su reproducción a lo largo del tiempo y, finalmente, de su reparto. Pero ¿por qué demonios hemos de concebir la riqueza como un producto social? Porque todo aquello que da riqueza y, quizás, satisface necesidades procede de esfuerzos colectivos que toman mil formas y que terminan en manos de unos y no de otros como consecuencia de todo tipo de azares y circunstancias sociales.
¿Y a qué esfuerzos colectivos nos referimos? Sin ir más lejos: el esfuerzo de gente trabajadora a quienes se extrae una plusvalía -Jeff Bezos dixit: “mis trabajadores, y también mis consumidores, han pagado mi viaje al espacio”-; el esfuerzo, mayoritariamente realizado por mujeres, subyacente al trabajo de cuidados, el cual, literalmente, hace posible cualquier otro tipo de trabajo existente o pensable; el esfuerzo ajeno a nosotros que percibimos -unos más que otros- a través de herencias y donaciones privadas; el esfuerzo ajeno a nosotros que recibimos -unos en mayor medida que otros, nuevamente- de la herencia común del conocimiento y las infraestructuras acumuladas tras más de 150.000 años de existencia como especie; o, entre muchos otros, el esfuerzo que esconden las ayudas público-comunes a corporaciones y entes privados, tanto a los ciclópeos como, a veces, a los que no lo son tanto: bonificaciones fiscales, rescates estatales de instituciones privadas que se estiman “demasiado grandes como para dejarlas caer”, entrega de los réditos de la inversión pública en ciencia y tecnología básicas a organizaciones empresariales prestas a “internalizar” -a privatizar- las ganancias derivadas de ese gasto en investigación y desarrollo -como muestra Mariana Mazzucato, así ha de entenderse el surgimiento y la consolidación de fenómenos económicos como las Tech Giants: Google, Amazon, Facebook y Apple-.
Si esto es así -y a estas alturas del partido conviene evitar negacionismos absurdos-, parece de sentido común introducir un “dividendo social” que pueda entenderse como la manera de dar acceso a (por lo menos una parte de) la parte que nos corresponde de esa riqueza colectivamente generada. ¿Con qué objetivo? ¿Con qué ambición ética y política? Que lo público, permitiéndonos recuperar y distribuir socialmente esa riqueza colectivamente generada que, ahora, se encuentra fundamentalmente en manos privadas, garantice una vida digna al conjunto de la población y, a partir de ahí, capacite a todos y todas, sin exclusiones de ningún tipo, para insistir en la búsqueda de vías para participar en la vida económica de modos sensatos y que verdaderamente aporten sentido.
De ahí la importancia de unos servicios públicos -y de iniciativas situadas en el mundo de la autogestión- que constituyan la garantía efectiva de derechos económicos y sociales -sanidad, educación, vivienda, cuidados, energía, agua, transporte, cultura, etc.-; y de ahí, también, la necesidad de transferencias de ingresos de carácter incondicional que, como la renta básica, aseguren a todos y todas un poder de negociación que ha de servir para rechazar lo dañino y pensar y poner en circulación contribuciones libres y genuinas a una “vida económica” digna de tal nombre. Estas, pues, son algunas de las formas que ese “dividendo social” puede tomar y que, hasta cierto punto, sin duda parcial, ha tomado en determinados periodos históricos que nos han precedido.
Por todo ello, los sistemas impositivos adquieren una centralidad absoluta. No solo porque, como dicen Stephen Holmes y Cass Sunstein, los impuestos sean la garantía de la libertad, de la dignidad que se deriva del acceso a recursos -sin duda, constituye este un asunto nada menor-; si los impuestos constituyen la piedra angular sobre la que se erige el edificio de la cooperación social es porque compensan a todos y todas por la parte de mérito que todos y todas tenemos en la generación de la riqueza.
Visto de otro modo: quienes se apropian privadamente de la riqueza pagan o deberían pagar unos impuestos que deben ser concebidos como el “alquiler”, por parte de dichos agentes privados, de esa riqueza que ha sido producida en común y que a todos y todas debería pertenecer. Visto todavía desde otro ángulo: quienes se apropian privadamente de la riqueza pagan o deberían pagar unos impuestos que hemos de entender como la amortización de un “préstamo” -parte de la riqueza colectiva- que el común realiza a tales agentes privados. Y la renta básica, al igual que la garantía de derechos económicos y sociales, no es otra cosa que los rendimientos que la colectividad propietaria de esa riqueza común obtiene del acto de “arrendar” o “prestar” parte de ella a agentes privados.
¿Quiere usted movilizar riqueza para tirar adelante un proyecto propio? Maravilloso: valoramos sobremanera la iniciativa de la gente. Pero aporte usted un canon por el uso y disfrute, sometido a las regulaciones que se estimen oportunas, de ese patrimonio económico que de todos y todas es o debería ser. Y luego nos encargaremos de distribuir universal e incondicionalmente los réditos de esas operaciones. De ahí, nuevamente, la renta básica.
Por ello, corresponde a los poderes públicos introducir aquellas figuras impositivas que, en cada tiempo y lugar, permitan ir al punto en el que se privatiza esa riqueza colectiva y recomunalizarla. No existen recetas de validez universal y transhistórica. De lo que se trata es de pensar todo un crisol de viejos y nuevos impuestos que permitan tales reapropiaciones de algo que nunca debió escapar del control colectivo: patrimonio, sucesiones y donaciones, imposición sobre las transacciones financieras, Tasa Google, impuesto de sociedades -incluidas las cotizaciones sociales de los robots que sugiere Yanis Varoufakis-, cualquier imposición sobre el uso privado de un bien común -el espacio público, los recursos naturales, la secuenciación del genoma humano o gran parte de la cultura, entre tantísimos otros- o, sencillamente, un impuesto sobre la renta de las personas físicas con la debida progresividad. Sin tales impuestos -o sin cierta combinación de ellos- y sin la distribución social de los recursos con ellos obtenidos, la propiedad privada es un robo. Y el mérito individual, poco más que un cuento.
Porque generar riqueza tiene, en efecto, mucho mérito y es algo digno de celebración -siempre y cuando, claro está, esa “riqueza” no consista en destruir las posibilidades de la vida en este planeta-. Pero, como reclama Michael Sandel, no atomicemos ese mérito. Sin negar la importancia del esfuerzo concebido y realizado individualmente, conviene inmediatamente tomar conciencia de que hay trillones de maneras de esforzarse y de contribuir así a la riqueza colectiva, y de que unas pasan más desapercibidas que otras. Que nadie quede sin recompensa por su parte de esfuerzo y mérito, tantas veces inconmensurable.
Es más: la distribución a lo largo del tiempo, a través de ese “dividendo social” que incluye la renta básica, de esa riqueza que es de todos ha de permitir llenar de contenido substantivo, precisamente, tanto la idea de “mérito” como la práctica, individual y/o colectiva, de actividades que realmente podamos sentir como “meritorias”. Porque todo esto del mérito y el esfuerzo carece de sentido, se desvanece o, como mínimo, se vuelve sumamente difícil si no podemos escoger libremente las maneras en que aspiramos a contribuir a la factura común del mundo. Carece de sentido, en efecto, insistir machaconamente con la dichosa cultura del esfuerzo y del mérito a quienes se ven obligado a realizar tareas monótonas, precarias y desagradables porque resulta que no tienen alternativa, por mucho que esas tareas sean a veces realmente necesarias para todos. En cambio, con dividendos sociales -rentas básicas incluidas- que nos hagan más libres y autónomos, sí podemos percibir -¡y reivindicar!- la dosis de mérito de nuestra contribución a la tarea colectiva de generar riqueza con sentido en un mundo habitable. ¿Nos capacita la percepción de un dividendo social -renta básica incluida- para sentirnos orgullosos coautores de un mundo que es de todos?